La Duquesa se sentó frente al espejo. Miró con interés el rostro que se reflejaba en él y no pudo disimular una mueca de tristeza. Mientras se maquillaba observó sus ojos, que comenzaban a marchitarse, su frente y sus mejillas que reflejaban las heridas del tiempo que el maquillaje, a duras penas, conseguía ocultar. Se pintó los labios con un rojo discreto, se levantó y salió de la habitación no sin antes dar un último vistazo al espejo.
Estaba anocheciendo y condujo con cuidado, mientras lo hacía pensaba que hubiera sido de su vida de haber nacido en otro lugar, de haber tenido otro padre u otra madre con coraje que hubiera evitado lo inevitable.
Paró el coche, en la puerta. Iluminado con reflejos rojos y azules se encontraba, como cada noche de los últimos diez años el hombretón de metro noventa que hacía las veces de portero.
- ¡ Que Duquesa ! ¿ A trabajar ,no?,
Si Andrés, contestó.
- A trabajar.
Y bajando los ojos, tristemente, se introdujo en la nube de humo que flotaba en el interior del local.
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